lunes, 15 de noviembre de 2010

Las aventuras de Omenophis




Texto Rescatado
Escrito en 2006 y publicado en 1 de Marzo de 2007


Primera Parte

Una noche, me embarqué en un viaje misterioso, lleno de increíbles aventuras. El cielo estaba completamente gris y las nubes casi rozaban las cumbres de las montañas. La luz, tenue y el ruido del agua al caer sobre el cañizo me hizo pensar en lo rápido que andaba mi vida. Que tristeza me entró al darme cuenta que todavía me quedaban tantas cosas por hacer, tanto por vivir y yo seguía aquí, encerrado en mi humilde choza cuyo techo de ramas secas se desquebrajaba cada mes y tocaba elaborar uno nuevo. Mi camastro de dura roca y cubierto con hojas aun verdes para que fuese más confortable. Un suelo de tierra húmeda, para que fuese resistente y no se hundiera uno al caminar dentro de la humilde morada. Una mesa colocada justo de bajo de un recoveco en el falso techo, que en los días de sol pleno, se iluminaba como cosa divina. Un tarro hecho con la mitad de un coco y lleno de tinte natural negro, hojas elaboradas artesanalmente para escribir penas como esta. Una vela, muy rupestre y una silla inestable, completaban mi escritorio. Al otro lado del habitáculo, una estantería de madera, y en su única leja, un cofre en el que guardaba mi mayor tesoro. Pero aquel día, al mirar dentro de mi casa me di cuenta que el mundo era mucho mayor, y las aventuras que me esperaban al otro lado del lago en el que un día decidí instalarme, eran infinitas y seguramente me llenarían ese pequeño hueco que ya no llenaba mi pequeño pero gran tesoro.

Una mochila de piel de un animal que comí en una ocasión, bien curtida y bien perfumada, me sirvió de transporte para las pocas cosas que podía llevarme. Un libro, "Recuerdos", una flauta en la que solo sabía entonar una única canción, "Mi amor", y un dibujo, dibujo en el que dibujé con mi propia sangre aquel paraíso que me propuse abandonar. Solo lo llevé conmigo por si en algún instante me apetecía recordar lo que fue mi amor en aquél lugar, viviendo en mi propio Edén. Comencé a caminar y se puso a llover, cada vez más fuerte, y más. Pero, continué. El dolor en mi espalda por el peso me hizo recular en algunos instantes de flaqueza, pero algo en mi interior me empujaba a seguir caminando, quizás la paupérrima luz que emanaba de entre las nubes más claras me guió por aquel camino de piedras, tan escarpado como empinado, tan duro como engalanado con los pinchos más punzantes que la naturaleza podía ofrecer. Aun a pesar de todo seguí caminando, ahora ya sin retroceder. La tormenta parecía calmada, y yo cada vez más convencido de alcanzar la cima de aquella montaña.

Cual fue mi sorpresa al encontrar una cueva, no lo pensé y, me cobijé. Me dispuse a encender una pequeña hoguera con la que calentar mis manos, pues esa fue la excusa que me di, lo que yo necesitaba era devolver el calor a mi alma, devolverle su vida a mi corazón. Pero con calentar mis palmas me conformé. Así que acurrucado al lado de aquella llama y sin dejar de observar los titubeos, volviéndome loco con aquellas formas. Sin quererlo se me nubló la vista y comencé a soñar. Un haz de luz cegador ante mi dio lugar a una gran alucinación. Un papiro entre mis manos que rezaba:
"Las estrellas siguen ocultas porque no estás cerca de aquello que anhelas, de aquello que amas. Dejaste tu paraíso en el que lo tenías todo por embarcarte en una odisea, en una onírica aventura, de la que no sabes si podrás regresar, pues tu camino puede desaparecer y perder la oportunidad de volver. Sé inteligente, plántate ahora que puedes, las llamadas son incesantes pero en breve hallarán su fin. No desaproveches lo que te ofrezco, retroceder en tus pasos, pues amigo mío, sé que en tu interior no deseas hacerlo. No seas tan orgulloso y vuelve a tu cabaña, con tu catre cutre y esa mesa en la que escribir tus ñoñerías. Vuelve para seguir alimentando tu tesoro, no dejes que perezca tan pronto cuando el calor sigue siendo en tu interior tan intenso..."

El papiro se desvaneció y volví en mí de nuevo. Seguía en aquella cueva, ahora era de día, el fuego estaba convertido en brasas, cenizas y un leve atisbo de humo que nacía de algunas de las ramas que aun seguían al rojo. Había dormido tanto que me dolía todo el cuerpo. Salí de aquella cueva apestado por las aterradoras amenazas de hallar en ella la estabilidad que ya tuve y que jamás volveré a encontrar, no al menos tan buena como la ya conocida. De un salto me levanté y me dispuse a continuar mi camino. Con mi mochila al hombro y mis pies preparados salí con ganas de comerme el mundo. A andar se ha dicho. En mis dos primeros días de viaje me encontré con el primer pueblo, la primera civilización que mis ojos veían después de vivir tanto tiempo en un mundo de sueños. En ella habían innumerables joyas, buenos aromas, ... y lo que más me sorprendió, tantos ojos atentos a cada paso que daba que me sentía desnudo, pequeño, como juzgado por un gran Dios, me sentía débil al ser atacado por tantas pupilas a la vez, tantas retinas atentas hasta el punto de poder contar los latidos de mi corazón. A cada paso que daba, un comerciante dejaba lo que estaba haciendo, o se quedaba completamente estático, parecía que el tiempo se detuviera, parecía que el ruido de aquella plaza se hiciera tan grave que en vez de personas parecían gigantes a los que les costara hablar por el peso de sus mandíbulas. El color de aquella plaza, cuya forma redonda invitaba a que cualquiera que allí se encontrara mirará hacia el centro, donde yo, con aquellos pasos de hormiga seguía avanzando para alcanzar la fuente. Sin esquinas y perfilada con tiendas apestadas de gente realizando sus negocios, aquello parecía más bien una pista de circo y yo el payaso al que querían ver fracasar, al que querían ver tropezar con una piedra y caer dentro de la fuente. Dejé de observar a todas aquellas personas ajenas a mí ser y seguí mi rumbo. Llegué hasta la maldita fuente de la que emanaba un agua pura, limpia y refrescante. La necesitaba, después de tanto caminar y de tanto sumarme a las lluvias torrenciales con mis lágrimas. La añoranza que pensé que jamás nacería de mi alma, se manifestaba de todas las maneras posibles. Con una mano en forma de cuenco me llevé el primer trago de agua a los labios, pues estaba tan temblorosa que casi derramé todo lo que me costó recoger. En un segundo intento pude beber y saciar algo mi sed, pero seguía encontrando problemas con aquel arrebato de parkinson que me sobrevino. Pero en aquel mismo instante, lo que más necesitaba sucedió. Una mano cálida en mi hombro me invitaba a girarme. Una mano cuyo olor invitaba a cerrar los ojos y a no mirar lo que me pudiese encontrar al terminar de darme la vuelta, pues debiera ser tan maravilloso que mi vista de humilde desterrado deterioraría. Mis ojos, y yo estaba convencido de ello, no podían ser dignos de encontrarse con el halo que los suyos dibujasen, pues nunca se le puede mirar de frente a una diosa, a la portadora de aquellas manos de ángel.

FIN DE LA PRIMERA PARTE
Autor: Alex Romero
Año 2006

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