miércoles, 17 de noviembre de 2010

Las aventuras de Omenophis




Texto Rescatado
Escrito en 2006 y publicado en 2 de Marzo de 2007

Tercera Parte

Al abrir los ojos lo vi todo nublado y muy borroso. Me picaban mucho los ojos. Y al llevarme una de mis manos todavía temblorosas para rascarme, no solo se me aclaró la vista de forma gradual, sino que me vino un olor a perfume muy fuerte. Miré hacia mis pies y fue cuando descubrí que estaba acostado en una cama muy confortable y grande. Además, estaba vestido con un traje de algodón muy cómodo, además de ser bonito. Fui a levantarme pero las piernas me flojeaban. Me pareció estar en un palacio digno de un rey muy rico. El suelo estaba muy frío, era de piedra resbaladiza. Un vaso con agua del tiempo me esperaba en una pequeña mesilla que había al lado de la cama. Di un trago y caminé hasta la ventana. Una enorme cortina aterciopelada cubría la pared delantera, justo enfrente del pié de la cama. Al apartarla descubrí una gran balconada cuyas vistas ofrecían un paisaje precioso. Se intuía un jardín inmenso, lleno de colores, verde, rojo, rosa, azul y por allá más al fondo, colores púrpura y amarillo, verde lima y otros muchos que parecían de otro mundo. Abrí las compuertas y con pié miedoso me dediqué a avanzar a un paso tan lento como mi vista se iba recuperando de los potentes rayos del sol. Me apoyé sobre la barandilla y me incliné para ver en su totalidad, aquel jardín que parecía sacado de las historias que mi padre contaba cuando era niño. Nunca había visto nada igual. Tres personas, muy mal vestidas y con los pelos andrajosos se disponían a podar los setos que daban justo al pié de la inmensa escalera que moría justo bajo el piso en el que me encontraba. Me maravilló el trabajo tan laborioso de aquellos hombres y he de admitirlo, me quede embobado. Al momento noté como una mano se apoyaba sobre mi hombro. Tan lentamente y con un movimiento tan armonioso que casi no percibí al tacto. Dejó caer su liviano peso sobre su cadera, y ésta la apoyó levemente sobre la barandilla del balcón.
“¿Cómo te encuentras? ¿Te sientes mejor? Menudo desmayo amigo mío. Tienes que venir de muy lejos para estar tan cansado y tan débil. Y ala vez has de ser alguien con el cuerpo muy fuerte, pues no pareces enfermo.” – Me dedicó todas estas palabras con su voz dulce y melosa. Y continuó diciéndome. – “Tu ropa está preparada sobre tu cama. Si necesitas ayuda para cambiarte solo has de pedirla. En cuanto termines te estaré esperando fuera para que vengas bajo a comer algo. ¿Tienes hambre?” –

Tan bien me trataba que no sabía donde me encontraba. Tenía tantos interrogantes que me sentía perdido. No sabía que decir así que le dediqué una sonrisa tan pura como mi sensación de bienestar. Se comenzó a alejar de mi lado, apartando su mano de un modo tan sutil como cuando aterrizó, tan leve fue su movimiento que sino es porque la veía no sabía que desprendía su mano de mi hombro. Cuando empecé a despertar del todo, volví dentro y comencé a vestirme. Como buenamente pude me coloqué aquella ropa tan inaccesible para alguien como yo y me dispuse a salir. Nada más abrir la puerta me encontré con ella. Me pidió que la acompañara y así lo hice. Bajamos aquellos escalones tan imponentes hijos de aquella gran escalera cuya barandilla parecía una de las serpientes gigantes con las que alguna vez me las tuve que ver. Una alfombra de color turquesa adornaba los centros y se me permitía pisar sobre ella. Al llegar abajo una enorme entrada toda en mármol nos daba la bienvenida. Una vez bajo, giramos a la derecha, hacia un gran portón de madera y cristal. Digno de mención, pues más que una simple separación entre ambas salas, estaba ante una grandiosa obra de arte. Dos hombres de igual vestir, se apostaban a cada lado, apoyando sus musculosos brazos sobre unas palancas doradas que había a los laterales de aquel magnífico umbral. Tras un saludo en plan reverencia, pusieron todo su empeño en desplazar aquellas palancas que les llegaban hasta la cintura desde el suelo y que nacían de una hendidura en el suelo. Al moverlas, las puertas comenzaron a retirarse hacia el mismo lado en el que debían estar sus bisagras. Se abrieron de para en par y tras otra reverencia, aquella niña y yo entramos en el salón.

Una lámpara enorme en lo alto de aquella mesa de madera que dudaba si pertenecía a un gigante, dominaba las alturas con un brillo celestial Llena de millones de piedrecitas de cristal. Silenciosas en su quietud, pero magníficas en su proyección contra aquellas paredes de un papel pintado tan animoso como el vestido de mi anfitriona. Cientos y cientos de pequeños arco iris nacían de aquella escultura en cuarzo, dibujando su rastro en los muros del habitáculo. Unas sillas de madera cuya talla era media y los dibujos de su respaldo tan trabajosos como bonitos. Ella comenzó a andar hasta un lado de la mesa y yo la seguí estupefacto ante tanta belleza. Nos sentamos, por desgracia, uno enfrente del otro, demasiado lejos y a la vez demasiado cerca, pues hacía ya mucho tiempo que no compartía aquel momento con nadie. Decenas de platos pasaban por mis narices y no dejé de engullir. Tenía tanta hambre como un oso cavernario. Al terminar, ella salió un momento de aquel inmenso comedor y volvió a entrar acompañada de un apuesto joven. Yo me levanté, pues algo sabía de modales, y me lo presentó. Se trataba de su futura pareja. Me quedé helado, perplejo, decidí que aquello era una pesadilla. Pasaron por delante de mí cada segundo que disfruté de aquella compañía, de aquel aroma, y ya en última instancia de aquella maravillosa casa. Me había tirado un día entero durmiendo y cuando despierto y empiezo a disfrutar de aquella situación, todo se desvanece como si se tratara de un truco de magia. No sabía muy bien que sucedía, pero el chico en una de sus fuertes manos llevaba consigo mi mochila. Alargó el brazo y me la entregó. Me pidió que le diera un poquito del perfume que había utilizado para aromatizar el cuero de mi macuto y a cambio me daría lo que el tuviese en su poder a cambio. Era muy común el trueque entre los ciudadanos de aquel mundo tan mal repartido. No sabía que decir, pues me olía a que todo esto era una despedida. La niña me había robado el corazón, a cambió me dio de comer y ropas nuevas. Su chico me devolvía la mochila pero deseaba un poco de aquel perfume y a cambió me daría cualquier cosa que tuviese en su poder. Como sabía que la hora de mi marcha se acercaba y no había tiempo de contemplaciones, le rogué que me dejara besar a aquella ninfa por primera y última vez antes de partir. El negó con la cabeza y me tiró el macuto a la cabeza. Me dijo que como era capaz de pedir semejante cosa, a una dama de tan alto prestigio como aquella que besara a un mendigo como yo. Sin embargo ella no opinaba igual y se abalanzó sobre mí. Sus labios chocaron contra los míos y una pequeña fuerza hacía todo lo imposible por separar mis labios, por abrir mi boca. Me dejé llevar y su lengua penetró con tanta fuerza que casi sentí que me la tragaba. Mi sexo comenzó a eructarse y justo en ese instante, la apreciada niña se separó de mí, dejándome al descubierto. Los pantalones parecían sacos que ocultaban alguna maravilla que, por lo visto, debía permanecer oculta al placer que me podría proporcionar aquella dulzura de mujer. El chico sonrió al verme y tomó de dentro de la mochila el frasco que contenía mi perfume. Se lo metió por completo en un zurrón y me invitó a marchar. Salí por aquella inmensa puerta y ahora me di cuenta que en ella había una inscripción que me era muy familiar. Pero no supe estar a la altura de aquel acertijo a tiempo y no recordé donde lo había visto antes. La niña vino corriendo a la puerta principal, cuando yo ya estaba en el último escalón, dispuesto a marchar. Al girarme, pues escuché como el caer de una pluma a mis espaldas e imaginé que eran los pies de aquella niña acercándose a la puerta; me di cuenta que de sus magníficos ojos caía un pequeño río de lágrimas al verme por última vez. No comprendía porqué, pues solo nos conocíamos de un día, y casi ni eso. Pero en fin, me limité a seguir con mi camino. Entonces, me di media vuelta, me coloqué el macuto en mi hombro y hacia delante sin miedo incliné mi cuerpo. El sol en lo más alto me abrigaba con su manto cálido y me invitaba a caminar por muchas horas hasta que la luna le diese muerte. Entonces tendría que volver a buscarme un cobijo donde dormir.

Pero, ¿dónde había visto antes aquella inscripción? ¿Por qué aquella niña lloró tanto al verme marchar? De vuelta a ningún lugar y sin destino definido volví a pasar por la plaza donde todo empezó. La gente aglutinada en los comercios no se giró para mirarme en absoluto. Me sentía como uno más, o no, incluso como un ente fantasmal, translúcido al que nadie podía sentir ni ver. Aquello era mucho más que molesto, era escalofriante. No entendía nada, pero decidí salir de aquel pueblo lo antes posible. Había algo que no era normal y eso me inquietaba. Por lo que seguí el dictado de mi corazón y me lancé de nuevo a la aventura por aquel sendero que me llevaba lejos de aquel poblado, aparentemente lleno de enfermos de mente.

FIN DE LA TERCERA PARTE

Autor: Alex Romero

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