jueves, 18 de noviembre de 2010

Las aventuras de Omenophis




Texto Rescatado
Escrito en 2006 y publicado en 2 de Marzo de 2007

Cuarta Parte

Aquel camino me acogió con buen pie. Me sentía cómodo aun que demasiados interrogantes en mi cabeza como para fijarme si las piedras eran molestas o no, como para fijarme si la cuesta que más adelante me tocaría subir era demasiado empinada o no. ¿Por qué aquél pórtico, o más bien su inscripción me traía tantos recuerdos? Mejor dicho, recordaba aquellos objetos. Nunca antes había estado en aquel pueblo y mucho menos en ese palacete. Tampoco había visto antes a aquella niña y me sorprendía que llorara tanto al verme marchar. Me llevé la mano al mentón, en plan pose pensativa. Y cual fue mi sorpresa que tenía barba, además larga. No me había visto reflejado en esos cristales casi mágicos que había en las casas de la gente rica durante mi estancia allí, pero no recordaba tener ya una barba tan avanzada. ¿Había algo más extraño a tener en cuenta tras mi salida de aquel pueblo? Quizás el que todos los habitantes del mismo se hicieran los locos al yo pasar por aquella plaza.

Demasiadas cosas extrañas habían sucedido en tan poco tiempo. Desde que me marché de mi cabaña al la vera del mar, con aquella vegetación fantástica y con mis pocas pertenencias que me hacían un hombre feliz y completo. Aun llevaba en mi macuto algunas de mis pertenencias más valiosas y en mi interior mi espíritu seguía ilusionado por seguir viajando. Mi primera prueba de resistencia tras abandonar el poblado, aquella empinada subida, el camino era muy caprichoso con los pobres errantes que se zambullían en sus serpenteantes brazos. Tras subir aquella cuesta, una pequeña meseta quedaba justo bajo mis pies desde la cual se divisaba la magnificencia de aquella tierra. Bañada en su totalidad por la luz del sol y con ciertos tintes florales que invitaban a soñar. Pero no podía ser, no había andado casi nada, el pueblo todavía estaba a mis espaldas y desde allí se divisaba las casas en la que había dormido, aquel jardín del cual me había enamorado y en el que no tuve la suerte de perderme al anochecer con aquella maravillosa niña, la plaza con su fuente y sus gentes. Todo aquello estaba demasiado cerca. A tan solo media hora de camino. Tomé aire y me dejé deslizar por aquella pequeña meseta pues la aventura me esperaba, me llamaba a su lado.

Continué caminando y llegué a un cruce de caminos. Difícil decisión pues un cartel clavado con un par de estacas y sujeto con hilo de pita grueso, se había desprendido de su posición original y se hallaba boca abajo. Al girarlo me di cuenta que podía tener diferentes direcciones posibles, pues en todas ellas encajaba a la perfección. No había manera de averiguar cual era el camino correcto. De todos modos ninguno de los dos destinos me llamaba más la atención, ni tampoco serían mi último destino, ¿o sí? ¿Cuántas aventuras podrían estar esperando mi llegada en esos poblados alejados de la mano de los dioses? De momento no tenía conocimiento suficiente como para responder a esta pregunta, pero en seguida me di cuenta que si no me decidía ya pronto caería la noche y no era muy buena idea dormir en un cruce. Había el doble de posibilidades de encontrarme con algún alma despiadada con ganas de desplumarme. Y aun que no tuviese nada de valor material en mi macuto, si iba llamando la atención con aquellas ropas de rico y seguro que no me iban a preguntar primero si lo que en él llevaba era de valor o no. Primero me arrebatarían algo que jamás regalaría ni derrocharía, mi vida, y luego se darían cuenta que han matado a un inservible ser humano sin nada de valor en su haber. Me decidí por el camino de la izquierda, pues parecía más ancho y no me daba la mala sensación que me daba el otro, pues parecía que el camino de la derecha daba a parar a un inmenso bosque de árboles gigantes. Se veía a lo lejos. Por ello y no por otra razón así tomé mi decisión. Caminé sin descanso hasta que la luna por fin ganó la batalla y el sol se rindió a sus pies, apagándose tras aquellas montañas del horizonte.

Yo no encontré ningún sitio de cobijo tan bueno como aquella cueva durante días. Me limitaba a apartarme del camino y dormir bajo o entre los setos que crecían a su vera. Comía insectos, pequeños roedores y algún que otro fruto, que para mi eran manjares. Tras cuatro días andando casi sin descanso, di muerte a aquel camino y me introduje en un nuevo pueblo. Sus murallas se divisaban a lo lejos, eran muy altas. Parecían gruesas y macizas. Imposible de atravesar ni con cien mil hombres del mejor de los batallones. Me mantuve expectante a encontrar la entrada, pero parecía que no las había. Tardé dos días en bordearlo todo y no encontré ni una sola entrada. Creo que ni el aire era capaz de atravesar aquellos muros. Cuando terminé al completo mi observación, me dejé caer rendido en el suelo sin saber ante que me enfrentaba. De pronto el suelo tembló y me pareció increíble. Un terremoto pensé, pero era tan extraño, era como si golpearan mi trasero. Mi mirada fija en aquel muro tan alto y rollizo se dirigió a una velocidad de la luz hacia el suelo para ayudar a mi mente asombrada a comprender el por qué de aquellos temblores. Eran más bien como si golpearan mi trasero, como antes decía, y de pronto escuché una voz. Pero, ¿de dónde venía esa voz? Me empecé a poner muy nervioso y me levanté corriendo. Al levantarme, uno de los pequeños tacones que llevaba mi zapato golpeó el suelo y fue cuando sentí un ruido a madera muy extraño. Parecía hueco, así que me aparté y de pronto apareció de debajo de la tierra una puerta de madera que se abría dejándome ver un nuevo mundo. Un señor con una barba casi kilométrica se asomaba con una antorcha y un joven bastante musculazo se encargaba de sostener el increíble portón.

Me quedé completamente perplejo al ver aquello, pues nunca imaginé que la puerta a aquella gran ciudad fortificada estuviese enterrada enfrente de uno de sus muros infranqueables.
–“Bienvenido amigo. Debes de estar hambriento después de dos días merodeando por aquí. Las ratas no son lo mejor que tenemos por estas tierras para comer. ¿Te apetece probar el ciervo y dar un trago a un buen vino?” –
Al decir aquello el anciano de la puerta me pasaron diversas preguntas por mi mente, cada vez más asombrada por el mundo que había a mi alrededor. Pero la primera y más importante era, ¿cómo sabe que llevo dos días por aquí y comiendo ratas? ¿Cómo me han visto si yo a ellos no?
En fin, me limité a entrar, pues aun que tras aquel portón de madera me esperara la muerte más despiadada, mis horas estaban contadas si seguía allí, pues era el único pueblo que había en decenas sino cientos de kilómetros a la redonda. No tenía otra opción, y cuando decidí partir de mi humilde choza, lo hice para vivir aventuras. Me adentré por un pasadizo algo oscuro y húmedo, con cierto olor a incienso y cuyas paredes eran de bloques de piedra, muy similares a los de la muralla. Al final se divisaba una luz muy intensa. ¿Dónde me estarían dirigiendo aquel anciano y su “nieto” sin mediar palabra? ¿Sin preguntarme nada?

FIN DE LA CUARTA PARTE

Autor: Alex Romero

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