martes, 16 de noviembre de 2010

Las aventuras de Omenophis




Texto Rescatado
Escrito en 2006 y publicado en 1 de Marzo de 2007

Segunda Parte

Apoyado sobre uno de los bordes de la fuente de la vida con una mano, llevé hacia mi hombro afortunado en el que reposaba el alma de aquella diosa la que me sobraba y la que tenía más seca después de mis dos intentos de beber algún sorbo de agua. Al tocar aquella piel me quedé paralizado. Era tan suave, tan frágil y tan fina. Con el movimiento que hice en dirección a aquella maravilla de la naturaleza me regalé un soplo de aire empapado con su aroma. Dulce y cálido, como la mano que ahora descansaba sobre mí. Con un movimiento muy pausado y con la cabeza mirando hacia el suelo, me atreví a girarme poco a poco, a modo de reverencia. Ya se intuía un cuerpo perfecto con la sombra que bañaba el suelo con una silueta perfecta, digna de un ser supra natural venido de otro mundo, quizás del de la perfección, de aquel en el que todo ser halla su felicidad con simplemente aspirar el aire que en él habita. El suelo era digno de ser besado solo por ser el tapiz que diera soporte a aquella proyección tan bella, tan divina.

El murmullo de la gente se acrecentó en aquel instante. Yo con casi todo el cuerpo girado y con miedo a seguirlo con mi cabeza, fui muy lentamente dirigiendo mi vista a sus pies. Deleitándome con aquella sombra, con aquel aroma. Al chocar mi vista con sus pies creí sentir un leve mareo. Eran unos pies precioso, engalanados con anillos, pulseras en los tobillos y unas sandalias dignas de la hija de un ser superior. Seguí subiendo, pues aun a pesar del respeto que en un inicio decidí ofrecer, sentía cada vez más curiosidad. Sabía que corría el riesgo de quedar petrificado, quizás de perecer en el intento de encontrarme con sus ojos, o incluso antes, al llegar a la altura de su pecho, pues de su cuello podría pender un colgante mágico y atraparme para siempre en su gema. Aun siendo conocedor de tales peligros, seguí subiendo por aquellas piernas tan largas y tan rectas, con su contorno bien definido. Un fino tejido, casi transparente me dejó con las ganas de deleitarme con sus rodillas. Era el inicio de un bello vestido de alto linaje. Parecía seda de alta calidad, las usadas por las princesas. De un color turquesa, muy llamativo por otra parte y con ribetes dorados, rojos y azul oscuro que adornaban los extremos. Un bordado en colores más tenues decoraban la parte superior de aquella falda, tan corta para la gente de aquel pueblo, pero tan larga para mi joven mente que ardía en deseo de despojarla de aquel maravilloso velo, pues tanta perfección guardaba su perfil que no quería morir sin ver la verdadera estructura culpable de tan perfectas curvaturas en la tela. Llegando al vientre, que vientre. Unas caderas bien detalladas en contraste con su fina cintura y haciendo gala de una barriguita tan apetecible como el agua por el que antes luchaba por llevarme a los labios. Ya a la altura del pecho, pero sin olvidar que de reojo vi la mano que tenía libre, una mano perfecta, pequeña y engalanada con anillos y pulseras plateadas. De uñas pintadas y bien cuidadas, dignas de una mujer que jamás había trabajado. Dueña de unos dedos finos y rectos, carnosos y tiernos, largos y ardientes. ... Podría seguir así durante horas, pero volvamos a la altura de su pecho, pues fue cuando me tranquilicé. No pendía ningún colgante en el que quedar atrapado por la eternidad, ni mucho menos. Sino que me encontré con un escote que lucía tímido dos pechos redondos y con los que cualquier mujer de aquel pueblo deseaba. Bueno, y cualquier hombre, pero con otros propósitos que no merece la pena mencionar. Hasta yo los deseaba, pero no por lo que pensáis. Hubiese sido feliz con poder verlos al natural aun que solo hubiese sido por unos instantes en toda mi vida, pues estaban hechos con tanto cariño que el dios creador, fuere quien fuera debió utilizar diversas herramientas, como un compás para conseguir aquella redondez sin sostén, un peso para equilibrar ambos pechos, una pizca de dulzura para embrujarlos, picardía para tintarlos de aquel tono rosáceo y un poco de malicia para obligarla a ir vestida.

Tras aquellos segundos observando la perfección en sus curvas, continué con mi viaje por aquel cuerpo perfecto siendo mi carruaje mis ojos de niño perdido en un mundo tan inmenso en el que andaba hundido por completo en interrogantes. Su cuello tan terso y recubierto con aquella piel tan fina me recordó al movimiento de las nubes en el cielo. Tan esponjosas y tan livianas, tan suaves y tan bonitas, que invitan a soñar y crean impotencia por no poder subir allá tan alto y tocarlas con las manos. Me recordaba al tacto del terciopelo que solo en una ocasión pude tocar y del que me enamoré de inmediato. Pues mi padre era vendedor ambulante, un simple viajante que andaba siempre de puerto en puerto. Padre al que no conocí, pero del que aprendí tantas cosas como pude mientras lo tuve. Toda su piel me recordaba a cosas maravillosas, su cuello se me hacía irresistible. Pero continué subiendo. Me encontré con su barbilla. Con sus labios. Oh, dioses, que labios habéis esculpido en este rostro del que estoy tan maravillado. Carnosos y apetecibles. Dejaban un ligero agujerito en su centro. Un tentador pecado, de un color rosado, más bien carmesí, dignos de un ángel recién llegado del cielo más lejano. Unas mejillas en sonrojadas, de un color vivo y tan bien enmarcadas por aquellos hoyuelos. Una nariz pequeña, similar al cristal por su apariencia frágil, que invitaban a seguir subiendo y haciendo sombra al cabello tan largo que ya se intuía desde la altura del cuello.

Por fin alcancé sus ojos. Cuando ambas miradas chocaron, parecía una lucha de titanes, millones de partículas explotaban al chocar con el haz creado entre ambos mientras contemplábamos a qué personaje tenía delante en su caso, y yo quedaba maravillado por aquella magia que muy de vez en cuando sus párpados ocultaban. Unos ojos claros que eran fiel reflejo del mar del que venía. Cristalinos humedecidos y brillantes. De un color tan impactante que no sabía que existiera en la naturaleza, digno solo de los sueños que me regalaban los dioses por la noche al caer rendido en mi catre o últimamente en cualquier escondrijo a mitad de mi camino. Me quedé petrificado y noté como su mano bajaba de mi hombro por mi brazo hasta alcanzar mi mano. Se abrazaron fundiendo ambas palmas y me condujo hasta un cántaro que parecía soldado al bordillo de la cuenca de la fuente. Entonces sonrió. Yo nervioso como el que más, agarré aquel cántaro lleno de pureza y de vida y lo derramé sobre mi garganta de un modo brusco y llamativo, mojando también los harapos que llevaba por ropa. Fue el único instante que aparté mi vista de aquellos maravillosos espejos, de aquellas perfectas obras de arte que me quemaban tanto al mirar, que hacían que el día fuese noche, pues todo a su alrededor se oscurecía por tanta luz que aportaban, por tanto brillo que me regalaban.

Cuando devolví el cántaro a su dueña, sus labios se abrieron por fin dejando ver unos dientes inmaculados y tan bien colocados que solo obra del gran arquitecto podía ser. Tras sonreír me dedicaron unas palabras.
"¿De dónde sales niño? Debes de venir de un lugar muy lejano, pues tus ropas están empapadas y muy sucias. Tu mirada parece cansada y tú pelo cuanto menos se podría confundir con el de una rata. Sin embargo me gusta el olor que desprendes, pero no concibo como un chico pobre como aparentas ser, utilice perfumes que solo aquellos que se lo pueden permitir emplean para ocultar que no lavan sus cuerpos tanto como los plebeyos."
Pasaron unos segundos, puede que algún minuto, y volvió a intervenir.
"¿Niño? ¿Sabes hablar? Quizás no pueda hablar. -Le dijo a otra niña que había a su lado.- ¿Necesitas comer? Me empieza a preocupar mucho tu estado.
Fue entonces cuando su rostro me empezó a dar vueltas, mi vista comenzó a nublarse y caí en redondo.

Al despertar, recordaba aquel maravilloso encuentro, aquella niña tan bonita y su aroma tan embriagador con el que estoy seguro me drogó. "Quizás fuese una bruja y por eso me desmayé." Pensé en aquel entonces. Pero al incorporarme me di cuenta que no fue ni una bruja la que me hechizó, ni un sueño el que me creó aquella ilusión.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE
Autor: Alex Romero

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